LA HISTORIA DE MI VOCACION
Todo empezó cuando tenía 15 años. En aquellos momentos ser cristiana para mí consistía en ir a misa los domingos y en rezar un Padrenuestro o un Avemaría cuando me veía en algún aprieto. Me estaba preparando para recibir el sacramento de
«Un mundo que ignoraba»
Un día alguien me invitó a asistir a la oración que, una vez a la semana, tenía un grupo de jóvenes. No sabía muy bien qué era aquello de hacer oración. Sin embargo, salí de allí con dos sentimientos en mi corazón: alegría y paz. Sin darme cuenta, ni ser consciente, Dios había salido a mi encuentro. Desde entonces iba todas las semanas a la oración de los jóvenes. Había nacido en mí un deseo de tener momentos de silencio, una gran atracción por la oración. Me encantaba ir a la iglesia y pasarme ratos largos delante del sagrario hablando con ese Alguien que de pronto había aparecido en mi vida. En pocos meses, mi vida había dado un giro grande: el cristianismo no era ya para mí una serie de normas que cumplir, sino una persona viva: Jesucristo; y
Dios era el amigo cercano
que me hacía feliz y me llenaba. En COU conocí a tres religiosas de una
Congregación de vida activa. Al ser jóvenes como yo, pronto nos hicimos amigas.
Ante mí se abría un mundo del cual yo lo ignoraba casi todo: la vida religiosa.
En nuestras conversaciones ellas me hablaban de su vocación, de su alegría por
seguir a Jesús…, y entonces empezó a surgir en mi interior un interrogante: ¿No
querrá el Señor que también yo le entregue mi vida por completo? La idea, lejos
de repugnarme o asustarme, llenaba mi corazón de alegría. Y así, en ese verano
del año 92, decidí que sería religiosa. Fui a compartir la noticia con uno de
los sacerdotes de mi parroquia, que me aconsejó no precipitarme para madurar
más mi vocación. Mientras tanto podría estudiar. Comencé, pues, la carrera de
Biblioteconomía y Documentación. El ambiente de la Facultad me gustaba y,
además, compaginaba mis estudios con un trabajo que me permitía disponer de una
pequeña cantidad de dinero para mis gastos y caprichos. Poco a poco se fue
apagando en mí la ilusión por entregar mi vida a Dios. Empecé a pensar que la
vocación religiosa, que veía tan clara pocos meses antes, había sido una simple
ilusión. Me di cuenta de las renuncias que supondría para mí el seguir a Cristo
y empecé a sentir miedo. Yo seguía entregada a mis compromisos en la parroquia,
pero en mi interior yo me alejaba cada vez más de Dios. Llegué a dejar
prácticamente la oración: pensé que, al abandonar el trato con Dios, la idea de
la vocación religiosa se iría apagando hasta desaparecer totalmente. Pero yo
cada vez me sentía más insatisfecha y más infeliz; había un gusanillo en mi
interior que no me dejaba tranquila, y nada me llenaba… En esta situación me
encontraba, cuando una religiosa me invitó a hacer Ejercicios Espirituales. La
idea, por un lado, me agradó: quería poner orden en mi vida y en mi relación
con Dios. Por otro lado, me aterraba: no sé por qué, en el fondo de mi alma,
intuía que el Señor aprovecharía la ocasión para proponerme de nuevo su
proyecto sobre mí. Mis temores se confirmaron: otra vez sentí la llamada al
seguimiento radical de Cristo, la convicción profunda de que mi vida sólo sería
plena si se la entregaba totalmente a Dios. Recuerdo que derramé muchas
lágrimas y que me enfadé mucho con Dios. Pero en lo profundo de mi corazón
sentía una gran paz: Dios no se había olvidado de mí, ni me había dejado de
amar. Al terminar los Ejercicios, le pedí al Señor que me ayudara a darle ese
sí que me pedía, pues yo no me sentía con fuerzas.
Quedaba un punto por
aclarar, ¿dónde me quería Dios? Un día conocí a dos religiosas de vida
contemplativa que estaban en Salamanca, pasando unos días por motivos de salud.
Eran clarisas y vivían en Villalpando. Me ofrecieron hacer una experiencia en
su monasterio. Y así lo hice. Conviví un mes con las hermanas. La vida sencilla
en el monasterio dedicada a la oración, al trabajo escondido…, me encantó. No
añoraba nada de fuera. Y las hermanas no eran seres raros, sino personas muy
sencillas y normales que irradiaban una gran alegría… Había encontrado mi
sitio. Unos meses más tarde, dejé mi familia y mi hogar e ingresé en el
monasterio para comenzar una vida nueva entregada a Dios. Había encontrado una
perla de infinito valor. Estaba dispuesta a venderlo todo para poseerla
plenamente.
María del Carmen de
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TESTIMONIO DE SOR CARMEN
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